jueves, 2 de enero de 2014

Mi primera polla


Entre tantos rabos que me he tragado a lo largo de todos estos años, al final uno siempre tiene un recuerdo especial por el primero. No porque sea nada especial, más bien suele ser algo rápido, que te acaba dejando con remordimiento de conciencia por haberte tragado una churra en vez de follarte un coño, y en general no queda el recuerdo de haber hecho nada excepcional (hay cientos de mejores mamadas). Pero siempre me pone cachondo recordar esas primeras sensaciones al saborear una polla.

En mi caso, como no podía ser menos, mi primer rabo me lo comí en un parque. Concretamente en el parque de María Luisa, cuando era una de las mejores zonas de cruising de Sevilla. O al menos a mí me lo pareció durante bastante tiempo. Yo tenía 15 años, era un castaño guapete, pero que no destacaba especialmente en clase. El caso es que, para ir al instituto, tenía que pasar por el parque en muchas ocasiones. Por aquel entonces no tenía muy claro qué me gustaba, pero ya me había hecho más de un pajote pensando en pollas de tíos. En el trabajo de mi padre, donde me quedaba a comer, había siempre escondida alguna revista porno, y me gustaba verlas tocándome, sentir ese olor característico que tenían las revistas porno (siempre me pareció que olían distinto a cualquier otra publicación).


Por supuesto, en portada habitualmente había alguna tía con los pechazos al aire, o el coño abierto. Pero a mí me gustaba rebuscar en el interior, donde encontrabas esos pedazos de nabos entrando en aquellos chochos depilados. Me fijaba especialmente en esos palos gruesos, lecheros, que dejaban la boca de las zorras llenas de lefa espesa. Y acababa haciéndome una paja con la página en la que mejor se veía la tranca del machote.

En mi recorrido por el parque desde el instituto hasta mi casa, las tardes eran especialmente morbosas. Era entonces cuando había movimiento, tios tocándose el paquete y mirándome con deseo, extraños vaivenes entre matorrales... Era una sensación rara. Por un lado me atraía, pero por otro tenía miedo. No sabía qué podía pasar si me introducía por las zonas más escondidas del parque, donde era evidente que ocurría algo morboso. Sabía que esa parte del parque tenía algo de prohibido, y más de una vez se me puso dura con algún "pretendiente". Pero no me atrevía a dar el paso.

Hasta que un día salí especialmente caliente del instituto. Por supuesto, yo era un trofeo apetecible para los tios que andaban por allí. Lo sabía y me gustaba. Tenía ganas de probar una polla de esas que se parecían a las que había visto en las revistas. Esa tarde, en el trabajo de mi padre, estuve mirando vergas gordas, venosas y leferas que dejaban bien abierto el coño de las modelos. Pero finalmente no pude terminar mi pajote porque apareció alguien que por poco me pilla. Así que aquél pajote interruptus fue el que me llevó a probar por fin mi primera polla.

Me acerqué más de lo habitual al camino entre matorrales que sabía que me iba a deparar alguna sorpresa. Y no tardó mucho en verse movimiento. Un tío pasando delante mía y tocándose el paquete. Otro cruzando, con la mano en el bolsillo. Un agujero entre matorrales a través del que se escuchaban algunos gemidos suaves... Sentí como si hubiera entrado en otro mundo, un mundo de lujuria y sexo, que olía a polla y a semen. Me excité enseguida y creo que se me notaba el bulto en el pantalón. Sentía vergüenza, pero al mismo tiempo atracción por aquel camino de excitación.

Sin embargo, no sentía aún el deseo de descubrir qué se hacía en el interior de los matorrales. Hasta que un tio de unos cuarenta años, moreno y velludo, se me quedó mirando mientras me acercaba hacia donde estaba. El hombre me miraba fijamente, con intenciones claras. No sé por qué, sentí un calentón. Me daba morbo ver a un tipo que podía ser mi padre mirarme así, con descaro, diciéndome con la mirada que me iba a descubrir el mundo del sexo, como si supiera que era mi primera vez en aquel lugar.

Pasé por delante de él disimulando, como mirando al otro lado, pero él se sonrió y siguió frotándose el paquete. Tenía ganas, pero también vergüenza. Hizo un movimiento raro en la bragueta. Y le dejé atrás rápidamente, asustado. Pero no pude evitar voltear la cabeza a ver si seguía ahí. Y entonces vi su verga morena y venosa fuera de la bragueta, colgando morcillona. No era muy grande, pero sí era gorda, apetitosa. El corazón me latía a mil. Y me paré, mirándole esa churra colgando. La saliva empezó a inundarme la garganta.

Entonces el tio se metió entre los matorrales. Por un momento no supe si irme de allí o seguirle. Pero evidentemente acabé deseando ese rabo. Me metí también entre los matorrales y le vi en un rincón, con la verga en la mano, ya más dura, meneándola. El hombre me hizo un gesto con la cabeza y me acerqué. Ya solo sentía deseos, aunque no había desaparecido el temor. Su rabo se había puesto durísimo, con las venas a punto de explotar. Me coloqué delante de él y me saqué la polla también. Él, sin decirme nada, me agarró de un hombro empujándome hacia abajo. Empecé a sentir el olor a polla manoseada, seguramente de alguna que otra hora buscando sexo, o quizás ya con más de un lefazo impregnado. Lo cierto es que ese olor terminó por excitarme. 

El hombre me puso de rodillas y me pasó el capullo gordo por los labios, con la mano en mi cabeza. Sentí por primera vez el amargor de un rabo caliente. El sabor era raro, pero excitante. Tenía ganas de abrir la boca, pero esperé a que fuera él quien me obligara. Y entonces empujó su mano sobre mi cabeza para meterme la polla gorda en la boca. El sabor y el olor a rabo se hizo más intenso, y comencé a pajearme. Había pensado muchas veces cómo sería comerle la polla a algún compañero de clase. Pero ahí estaba yo, con 15 años, de rodillas entre matorrales, tragándome la verga de un desconocido que podría ser mi padre. Y eso era mucho más excitante que el típico encuentro de besitos y mamaditas entre chavales de instituto. En ese momento sentí que eso era lo que me gustaba: ser una buena puta mamona y saborear rabos de todas clases.

Tuve una sensación extraña cuando sentí la polla babeando en mi boca. El sabor cambió y se hizo más dulce. El hombre estaba muy excitado, dando rabo a un adolescente que disfrutaba por primera vez de un macho. Y cuando comencé a notar que su polla empezaba a latir cada vez más, la sacó de mi boca y comenzó a lanzar varios chorreones de leche a mi lado, pero sin poder evitar que me llegaran algunos salpicones calientes a la mejilla. Yo estaba muy excitado, y no quería consentir irme sin una sesanción plena. Así que, cuando acabó de echar el último lefazo, le agarré la polla y le miré a la cara. Él entendió lo que quería, y me puso el capullo lefado en la lengua, para que sintiera el sabor dulzón de su leche mientras yo lanzaba la mía al suelo.

Su polla fue languideciendo en mi lengua, dejando caer algunas gotas de semen sobre ella. Yo me quedé de rodillas disfrutando de esa sensación, del olor a sexo de los dos, y del sabor de su lefa. Él se limpió un poco, se volvió a poner los pantalones y se despidió dándome unos golpecitos en la cabeza. Como si me dejara caer que lo había hecho muy bien, para ser mi primera vez. Como los golpecitos que se le dan a un perro cuando hace su trabajo. Fue la primera vez que me sentí el perro de alguien. Y me gustó.